martes, 7 de noviembre de 2017

Otoño

Otoño. Esa época del año que nos va alejando del verano poco a poco. Y con el verano, se nos va ese momento especial que marcó nuestro agosto, esa canción que no éramos capaces de dejar de escuchar. Ese lugar que sólo corresponderá a un año, a un verano. Esa persona a la que tuvimos que decir adiós porque, simplemente, ese verano estaba a punto de terminar.

Pero el otoño es astuto, frío y calculador. Y no te arrebata el tan añorado verano de la noche a la mañana. Comienza con esas frías mañanas de cielo azul claro, donde las nubes se han quedado durmiendo y el sol parece no calentar. Vamos caminando todavía con las ropas que metimos en el armario en primavera, porque no queremos admitir que va siendo hora de sacar las de invierno. Y en ese momento, tenemos la extraña sensación de que el verano no parece estar tan lejos, sin pararnos a pensar en que el tiempo únicamente va hacia delante. En que quedan todavía 8 largos meses hasta el siguiente.

Y poco a poco, el otoño va introduciendo los primeros atardeceres. Las bufandas y los gorros con pompón se apoderan de los parques, mientras los árboles se desnudan y dejan caminos de hojas secas y larga conversación. Los adornos navideños empiezan a dejarse ver por las calles, y ya sólo pensamos en los regalos de Papa Noel o en lo mucho que tenemos que estudiar para los tan próximos exámenes.

Es en ese momento cuando el otoño termina y se sabe que ha cumplido su misión: te has olvidado del verano. Ya puede dar paso al invierno, ya estás preparado. Porque el verano ya es historia. Sólo recuerdas el verano anterior como un verano más.

Como el verano de ese momento especial que marcó nuestro agosto, el verano de esa canción que no éramos capaces de dejar de escuchar. El verano de ese lugar.

El verano de esa persona a la que tuvimos que decir adiós hasta pronto.

JP

viernes, 22 de septiembre de 2017

Mareas

Marea alta, marea baja.

Siempre se ha dicho que la vida es como las mareas, unas veces se está arriba y otras abajo. Pero que, al igual que pasa en los mares, el ritmo de las olas no ha de parar. Hay días en los que la resaca no para de moverte, que te mueve tanto que al salir estás muy lejos de donde habías entrado; también hay otros en los que apenas aparecen un par de olas despistadas, que probablemente se hayan perdido en la inmensidad del océano y hayan desembarcado en esa playa.

Todo es muy bonito cuando lo lees, o se lo oyes a alguien. Tratas de imaginar tu vida con altibajos, con esos momentos de alegría y felicidad que hacen olvidar esos otros de tristeza, decepción o desamparo. Pero hasta que no se lo oyes a tu mejor amigo en el funeral de su madre, con la tranquilidad del que lleva más de 500 días sufriendo por un cáncer, no piensas en todos los momentos buenos. Hasta que no le miras a los ojos al entrar al tanatorio a primera hora, y le das un abrazo que esconde todas sus lágrimas mientras tratas de aguantar las tuyas, no te paras a pensar en todos los momentos de marea alta.

Y todavía es peor cuando, entre sollozos, te da las gracias por haber venido desde tan lejos. Y no sabes qué hacer o decir, porque sientes que estabas lejos cuando recibiste la noticia y es lo menos que podías haber hecho.

Cogería mil y un buses antes de volver a tener que escuchar un discurso como aquel.

Disfrutemos de las mareas altas, antes de que inevitablemente vuelva a bajar.

JP

lunes, 28 de agosto de 2017

Elementos

4 dicen que son los elementos; a saber, agua, tierra, fuego y aire.

Todos ellos viven o se destruyen con algún otro. El fuego se termina con un chorro de agua, mientras que la tierra brota y se hidrata al ser regada. El fuego, a su vez, se aviva con una ráfaga de aire, y el aire se vuelve inexistente cuando te encuentras bajo el agua. Curioso, cuanto menos.

Este verano me he visto envuelto en los 4 elementos a la vez: la playa. Sumergido en el mar, con la seguridad de tener mis pies sobre la arena, y con el viento calmando en la medida de lo posible el sofoco producido por el todopoderoso sol. Y ninguno destruía a ninguno, sino que todos formaban parte de un momento mágico.

No creo en cosas o elementos destructivos, sino desaprovechados. Porque de todo se saca algo positivo. Que si anochece antes, será porque el mediterráneo te va a ofrecer una puesta de sol preciosa. Que si el sol se ha ido ya, la luna te contará mil y una historias. Que si el viento se toma un descanso, la toalla no se moverá. Y que si la marea baja, habrá más sitio para esa toalla.

Que si una persona actúa de una forma que no te gusta, te servirá para saber qué no tienes que hacer como persona.

Que si algo o alguien te está destruyendo, te puede servir para aprovecharlo de algún otro modo.

Sólo depende de la forma en la que mires al sol o a esa persona a cada amanecer.

JP

jueves, 4 de mayo de 2017

La gota que colma el vaso

Es curioso cómo casi casi siempre, en la vida de casi casi todos, aparece una persona diferente. Especial. Que te hace ver cosas de un modo que jamás imaginaste, y que es capaz de convencerte de algo que ni te atrevías a plantear. Personas que tienen química, que hacen oro cualquier momento con ellas.

Luego las hay que en su día fueron igual de saladas, atrevidas y auténticas, pero que por baches del camino, incidencias que ocurren a veces, han echado el freno de mano y han perdido esa chispa de alegría. Y dime... ¿qué culpa tiene la gota que colma el vaso de que el resto lo hayan llenado?

No creo en una vida sin ostias por el camino, ni decisiones de las que arrepentirse, ni corazones sin romper. Y lo curioso es que en otros textos he hablado sobre pensar antes de actuar, por el tema de las repercusiones y demás. Pero es que una cosa no debería cortar la otra. Evidentemente, si una acción alocada va a desencadenar mil catástrofes, pues tal vez haya que pensárselo dos veces. Sin embargo, el cuerpo es caprichoso, y el cerebro percibe una mejor sensanción cuando el cuerpo está feliz. Porque lo que el cerebro te pide por impulso, es lo que quieres de verdad. Porque no hay nada que sepa mejor que el tener la certeza de que pudiste hacerlo. Porque la comida con un poco de picante sabe más rica, y lo sabes.

Porque cuando llegues al final, Dios quiera que sea dentro de mucho, únicamente te quedará mirar atrás y descubrir que sólo te quedan anécdotas que rememorar, y no preguntas sin contestar. Y que, tal vez, esa persona que casi casi siempre aparece, en la vida de casi casi todos, esté esperando encontrar a aquel cuyo vaso no esté a rebosar.

JP

lunes, 24 de abril de 2017

¿Puede uno acostumbrarse a la felicidad?

Hoy me planteo una pregunta que se ha colado entre mis pensamientos. ¿Puede uno acostumbrarse a la felicidad?

El ser humano es ambicioso por naturaleza. Siempre queremos lo que no tenemos, y una vez lo conseguimos deja de tener la misma importancia. No creo estar equivocado en eso, la verdad. Ahora mismo, yo me encuentro bien. Podría tener ciertas cosas que no tengo, pero estoy bien. Mi duda surge al pensar en... ¿qué pasaría si mi felicidad dependiera de eso que no tengo?

Pues la verdad es que al principio sería todo maravilloso, idóneo. Pero, como ya he dicho antes, por naturaleza, empezaría a querer otras cosas, y por consiguiente, basar mi felicidad en eso. Entonces mi felicidad ya no depende de aquello que tanto anhelaba, ansiaba. Me he estabilizado en esa "felicidad" que ya no trato como tal y la busco en nuevos retos. Pero no he dejado de tener aquello que una vez llamé "felicidad"; lo sigo teniendo, pero me he estabilizado, acostumbrado.

Sin embargo, es probable que en algún momento, eso que en su día traté como "felicidad" desaparezca, lo pierda o simplemente se vaya. Será ese momento en el que tendré que dejar la búsqueda de mi nueva "felicidad", y volver sobre mis pasos a ver qué es lo que me hacía realmente feliz. Y sólo entonces me daré cuenta de que no sabes lo que quieres algo hasta que dejas de tenerlo.

Y eso no es ser ambicioso, sino caprichoso. Perdón, es ser gilipollas. Pero bueno, todo se aprende con la experiencia, dicen. Al igual que eso de que lo mejor se encuentra fuera de la zona de confort, o que no sabes cuán fuerte eres hasta que ser fuerte es tu única opción.

Lo único que espero es que aquello que pierda, que me de experiencia, no sea tan grande como para arrepentirme el resto de mi vida. Porque tan malo es tomar una decisión equivocada como no tomar ninguna.

JP

domingo, 9 de abril de 2017

Felicidad, ¿eres tú?

Ayer metí el triple más importante de mi vida.

Se me hace raro centrar un texto entero en un momento que duró menos de 3 segundos reales. Sin embargo, puedo asegurar que la sensación no fue tal. Como el interminable viaje de regreso tras unas estupendas vacaciones, como el suspiro previo a una acción importante. Ese tiempo que parece cargar con un saco de piedras, incapaz de avanzar a un ritmo normal.

Pues así fue. Había soñado con un momento parecido toda mi vida. La perfecta película con final feliz, proyectada en mi mente cada noche antes de conciliar el sueño. Con el partido en un puño, a falta de poco más de un minuto, recibí un pase en una posición adecuada. Miré a la canasta mientras me elevaba en el aire, a la vez que el balón subía por mis brazos hasta encima de mi cabeza. Mis oídos dejaron de escuchar. La gravedad dejó de empujarme hacia abajo. Sólo estábamos la canasta, el balón y yo, tras la caprichosa línea a 6,75 metros del aro. El balón seguía su curso hacia el objetivo, mientras yo no era capaz de quitarle la vista. Lo miraba con deseo, con ilusión, con confianza. Lo miraba con entusiasmo mientras me repetía a mí mismo, "sí, sí, sí, ¡¡¡¡¡entra!!!!!", haciendo fuerza al corcho que sujetaba mis emociones adentro.

Y entró. Mi sentido auditivo volvió en sí. Escuché a la gente gritar. La gravedad me devolvió al suelo. Estaba dentro, y los 3 puntos habían subido al marcador. Me giré, con el banquillo en pie por completo, y apreté mis músculos todo lo que la adrenalina dio de sí. Tenía ganas de llorar, de reír, de saltar, de gritar más allá de lo que mis cuerdas vocales pudieran soportar. Más tarde, un poco más calmados todos, me puse a recordar el momento en el bus. Ya no tenía que preocuparme por dirigir nuevas películas, porque sólo con recordar lo vivido en el partido mi sonrisa llamaba a mi cara.

Una sensación extraña sigue invadiendo mi cuerpo cuando recuerdo esa escena. Tal vez sea eso lo que la gente llama felicidad. Y tal vez sea efímera. Sólo espero que esa efimeridad dure mucho, mucho tiempo. O que, al menos, de esa sensación.

JP

jueves, 30 de marzo de 2017

El loco

Me encantan los barrios pequeños. Esos en los que la gente se conoce, aunque no hayan intercambiado una palabra en su vida, pero saben perfectamente que se trata de aquel que estuvo saliendo con la mejor amiga de su compañera de clase en primaria. Esos barrios en los que conoces a la perfección al mesero de detrás de la barra del bar al que siempre vas con tus amigos a ver el partido de fútbol.

Yo crecí en uno de esos barrios. Y, por suerte, viví una infancia en la que las calles estaban repletas de niños peleando por su espacio en la plaza para jugar con el balón. Y que, cuando llegaba la hora de ir a casa, ni la más trágica elegía jamás escrita podía expresar esos sentimientos. Hoy en día, no creo que los niños experimenten esa sensación, ya que al llegar a casa seguirán conectados vía internet.

Y como en todos los barrios, había un loco. Esos que de pequeño te daban miedo, luego te hacían gracia, y por último acababas por no tratar con él. Recuerdo uno que conocí cuando yo era mucho más pequeño, que decía que se iba a comprar un barco y que surcaría los siete mares. Entonces tendría unos 70 años. "A su edad no debería estar para tantos trotes", pensaba yo.

Hace un par de días lo volví a ver. Con mis apenas estrenados 20 años de edad, y mientras mi cabeza se llenaba de recuerdos al verle con la misma visera, puse mi mejor sonrisa para preguntarle qué tal le iba. "Acabo de volver de un largo viaje por las islas griegas", contestó con aires triunfantes. Lo había conseguido aquel hombre. Y en el camino a mi casa, pensé si sería verdad o se lo había inventado, o era fruto de su demencia; de todas formas, sea cierto o no, bendita locura la suya. El tiempo no ha pasado para él.

Porque detrás de cada gran locura, hay una gran verdad.

Y nada sabe peor que aquello que nunca probaste.

JP

jueves, 23 de marzo de 2017

Vuelve

Hace tiempo que no soy el mismo. Lo sé, se me nota.

Siempre he sido una persona sonriente, alegre y de buen humor. Y creo que esa ha sido una de mis mayores virtudes durante mis casi 20 años de edad. En ocasiones, tenía algún problema, lo hablaba, lo valoraba, y tomaba una decisión. A veces tenía solución, mientras que otras simplemente decidía pasar del tema. Pero tras analizarlo fríamente, como me gustaba hacerlo siempre, me sentía mucho mejor, y volvía a adoptar esa actitud positiva que contagiaba a la gente. Yo solía ser ese idiota que hacía reír a la gente.

La verdad es que, últimamente, no soy el mismo de siempre. Me he acostumbrado a decir que me siento mal y que no sé por qué; esa extraña sensación de estar chof y no tener un motivo concreto. La conocéis, ¿verdad? Bueno, pues la verdad es que mi caso no es ese. Sé perfectamente desde cuándo me siento así, concretamente el día, la hora, el momento y la situación. Y también sé perfectamente el porqué de mi malestar. Pero prometí no contarlo, prometí que me lo guardaría para mí y sería "nuestro secreto".

Puede sonar a fábula, pero os aseguro que no es así. Yo tuve uno de esos sueños que se repetían cada cierto tiempo, siempre la misma conversación, y cada mañana, al despertar, me repetía a mí mismo: "Jon, sólo ha sido un sueño". Hasta que llegó ese momento en el que me sentí otra vez inmerso en esa pesadilla. Pero el despertador no sonaba. Aquel horrible sueño era una parte de mi subconsciente que intuía que algo podía estar pasando, pero mi cerebro debía de haber conseguido alejar aquellos pensamientos de mi lado racional. Y en ese momento deseé con todas mis fuerzas que se tratara de otro mal sueño. Ha pasado ya algún tiempo desde entonces, y todavía no he sido capaz de despertarme y autoconvencerme de que todo está bien.

Por suerte, tengo muy buenos amigos que me notan raro, diferente, extraño, y me preguntan y ofrecen su ayuda desinteresada, con el fin de conseguir que vuelva a ser ese idiota que les hacía reír. ¿Por qué estoy aquí escribiendo estas líneas? Porque una de esas personas tan especiales se ha visto preocupada porque ya no se me forman esas dos comillas cerca del labio cuando sonrío. Y porque no sé muy bien cuánto tiempo necesitaré hasta que se me pase, ni qué habrá de pasar que me devuelva las ganas de ser positivo. Pero una vez me dijeron que todo lo que sé se encuentra entre las líneas que nunca escribí, por lo que tal vez, mientras suelto parte del lastre que llevo conmigo, consiga reencontrarme con esa persona a quien tanto añoro.

Por el momento, ni los paseos nocturnos por mi barrio, de esos en los que únicamente la luz de la luna alumbra las plazas en las que las farolas han decidido ir a dormir, me hacen sentirme como antaño. Nada deseo más en el mundo que poder tirar la careta que llevo ahora mismo y recuperar mi auténtica sonrisa. Una canción, una foto, un vídeo... un recuerdo que me haga volver a aquel momento en el que transmitía buenas vibraciones.

Echo mucho de menos ser aquel idiota que os hacía reír.

Pero prometí no contarlo, y siempre, siempre, siempre, siempre, cumplo mis promesas.

JP

domingo, 5 de marzo de 2017

El señor de las historias

Un viejo proverbio chino dice que los patos siguen a su líder por la forma de su vuelo, no por la fuerza de su graznido. No averigüé eso en un viaje a Pekín, sino que fue un anciano de mi barrio, de los de boina, bastón y puro, quien me lo enseñó. Fue ese anciano de boina, bastón y puro, quien me hizo ver que el león y el tigre son para todos los reyes de la selva, y sin embargo es el lobo quien no trabaja para el circo.

Sabe más el diablo por viejo que por diablo, dicen. Y aquel señor era sabio, vaya si lo era. Tenía el don de compartir historias que aportaban aprendizajes, a la vez que todos los presentes disfrutaban del relato. Utilizaba los animales como metáforas, y siempre conseguía hacer reír a los que necesitaban un escape a su vida cotidiana, de una forma o de otra.

Pero un repentino día, de los que nadie espera, aquel viejo hombre de boina, bastón y puro desapareció. Se marchó y nadie supo nada más de él. Aún me pregunto qué sería de aquel buen hombre los últimos días de su vida. Tal vez pensara que el pequeño barrio ya había oído todo lo que él tenía en su recámara. Tal vez murió pensando en la tristeza de los pájaros al descubrir lo lejos que estaba la luna y lo imposible de llegar allí. O tal vez, simplemente, decidiera partir con la intención de seguir soplando la llama de la inquietud que lo mantenía con vida.

Yo tuve la suerte de compartir muchas noches de larga conversación junto a él. Aprendí mucho, y sobre todo, me divertí mucho junto a él. Es por eso que mi mirada siempre apunta al cielo al caer la madrugada, cada noche, preguntándome dónde está aquel viejo señor de boina, bastón y puro. Es por eso que, cada noche, rezo con todas mis fuerzas por que aquel buen hombre consiguiera mantener viva su llama tanto como para haber conseguido enseñar algo en otra parte del mundo.

Aprendí mucho de aquel señor. Tenía razón Fran Perea, mis cuentos no hablaban de historias hechas de casualidad. Y está claro, mucho de lo que sé se lo debo a él. Porque una golondrina no hace primavera, pero él puso en mí una bandada entera. Cada noche, en el mismo sitio, nos hacía disfrutar con todas las cosas que nos tenía que contar. Sólo espero que en sus últimos días, los patos no olvidaran que su verdadero líder no se caracteriza por la fuera de su graznido. Sólo espero que en sus últimos días, las jirafas se dieran cuenta de quién es el verdadero rey de la selva. Sólo espero que aquel hombre de los de boina, bastón y puro sepa que le seguiré buscando cada noche, al caer la madrugada, en las miradas que apuntan a la luna, manteniendo viva la esperanza de los pájaros por alcanzarla.

Gracias por tanto.

JP

miércoles, 22 de febrero de 2017

Ojalá

"Cómo quisiera poder vivir sin aire, cómo quisiera poder vivir sin agua", cantaba Maná en uno de sus grandes éxitos. Hay tantas cosas que deseamos sin saber exactamente por qué, ni para qué. Pero lo deseamos por el simple hecho de que no lo tenemos. "No hay nada más bello que lo que nunca he tenido, nada más amado que lo que perdí", otra obra maestra de Joan Manuel Serrat.

Mucha gente desea un coche nuevo, ese smartphone que te haga dar un salto de calidad en la sociedad, los zapatos de la tienda más cara de la Gran Vía. Otros, en cambio, centran su búsqueda en eso que llaman amor, sin saber que buscarlo es una incongruencia, como buscar una linterna en la oscuridad. Y es únicamente una pequeña porción de gente la que desea que las cosas vayan mejor, para sí mismo y para los de su alrededor.

Mientras tanto, el barco de la vida sigue su rumbo a ninguna parte. Y en él, un pasajero extrovertido, alegre, sentado en una esquina. Viendo los pasajeros pasar. Con los cascos puestos, escuchando a Dani Martín decirle a Amaia Montero que tal vez la luna te guíe hasta el sol, o que el mal domine tus horas. Pero que también puede ser que toda tu risa le gane ese pulso al dolor. Y le gustaría subir el volumen para añadirle una pizca de soledad al momento. Pero no lo hace. Baja el volumen, no sea que se pierda al de al lado quejándose de su viejo coche, o al de delante lamentarse porque su móvil no va lo suficientemente rápido.

Y las paletas del barco siguen tirando de este a través del océano, que de vez en cuando traen una ola, de esas que provocan mareos y gritos desde la proa. Ojalá pudiera ese pobre chico decirle al mundo que la vida es más sencilla cuando la única preocupación es que las pecas que inundan su cara nunca llegan a tocar el verde de sus ojos, por mucho que trate de estirar sus mejillas en cada carcajada. Que todos esos monstruos de debajo de la cama de todos los niños no se atreven a atacar en los brazos de su madre, y sólo son capaces de aparecerse en sueños.

Ojalá pudiera ese pobre chico admitir que, sin darse cuenta, se plasmaba a sí mismo en cada historia que se imaginaba, y le enseñaba la puerta con unos balazos como despedida.

Ojalá pudiera ese pobre chico decirle al mundo que las paletas del barco se escuchan mejor con la música bajita, y una sonrisa imperfecta dibujada en su cara.

Ojalá.


domingo, 12 de febrero de 2017

Decisiones

Suave.

Las acciones realizadas en caliente suelen ser las más sinceras. Cuando tu subconsciente le manda la orden a tu cerebro en un fracción de segundo, no trata de mandar lo políticamente correcto. Manda la orden de lo que realmente te gustaría hacer en ese momento.

Sin embargo, que sean sinceras no significa que sea lo mejor. Dueños de nuestro silencio y esclavos de nuestras palabras. Y la palabra clave es repercusión. Es decir, toda acción conlleva una reacción, una reacción que hay que tener en cuenta.

Por ello, cuando tu cerebro reciba una orden alocada, sincera, que probablemente sea lo que más te apetezca hacer en ese momento, frena. Párate a pensar. Piensa en la repercusión que esa acción tendrá. Dicen que no existen fronteras para aquellos que son capaces de mirar más allá, ¡ve y mira más allá! Con la tranquilidad necesaria. Con la destreza con la que un escritor emplea su Mont Blanc en su mejor relato. Con la maestría con la que un artista perfecciona su cuadro casi acabado. Con la templanza con la que remueves el azúcar en el café, tratando de no perder la espuma.

Al final, no somos más que buscadores de causas perdidas. Tratando de querer saber más de lo necesario. Suavemente, piensa en la acción, su repercusión y las consecuencias; y entonces, decide. Al final, las cosas no son o blancas o negras. Al final, somos todos dueños de nuestros actos. Al final, detrás de cada persona, siempre se esconde ese secreto que no ha querido revelar nunca, por no querer desencadenar una ola de repercusiones.

Al final, tal vez sea mejor no echarle azúcar al café.

Tal vez.

JP

lunes, 6 de febrero de 2017

Vida nueva

Vestido rojo ajustado, zapatos de Jimmy Choo, bolso elegante. Melena rubia bien peinada, alisada, y con una trenza tan simple como bella. Sus ojos, maquillados como por las manos de Dios, acentuaban sus pupilas verde esmeralda. Sus pecas se mostraban más alegres que de costumbre. Esta era su gran noche, y Emily aguardaba impaciente en su habitación.

Los invitados fueron llegando a la fiesta, en la que ella iba a anunciar el gran acontecimiento. No faltaba nadie, absolutamente nadie. Y tampoco nadie, absolutamente nadie, sabía de qué se trataba. Probablemente ni siquiera ella estuviera segura. Pero era una decisión que ya había tomado, tras largas tardes de reflexión en el banco de su jardín, bajo la sombra del álamo que ella misma plantó de pequeña.

Llevaba toda la tarde preparándose, nada podía salir mal. Bañera con espuma, su música, su espacio. Tenía tanta tranquilidad como miedo. ¿Y si algo salía mal? No podría soportarlo, eso estaba claro. La fortuna de su familia ya no le llenaba el hueco que tenía en su interior, y sólo su pequeño Huskey parecía entenderle. Pero hoy, todos sus problemas acabarían en la fiesta. Hoy, dejaría de ser la niña mimada de la rica familia Hudson. Hoy, cambiaría su vida de lujos y caprichos para siempre. Lo presentía.

¿Cómo había llegado hasta aquí? La respuesta es bien sencilla. Aquel día en el que una gitana le pidió limosna, y ella giró la cabeza, ese fue el día en el que marcó su destino. Y desde ese mismo día empezó a rutinizar sus tardes de té bajo el álamo de su jardín, dándole vueltas en su cabeza al mismo tema. La pitonisa había sido muy clara, "Tu 23 cumpleaños llegará, y tu vida dará un gran giro. Sólo recuerda mis palabras, nos volveremos a ver. Y no te va a gustar." El miedo se había apoderado de ella, y tenía la impresión de que aquella gitana no hablaba en vano. Aquella gitana baja, de pelo negro y ojos oscuros, sabía lo que decía.

Llegó la hora, y Emily bajó las escaleras circulares con una sonrisa reluciente. Estaba impecable. Todos los invitados se dieron vuelta para observarla. Estaba lista para contarles que iba a cambiar de vida, que dejaba atrás todo para comenzar una nueva vida, con una nueva identidad, lejos de la ciudad, del país. Tomó una copa de champán francés, e invitó a todos los presentes a hacer lo propio.

-Bienvenidos a todos, y muchas gracias por haber venido. Aparte de mi cumpleaños, también tengo algo que deciros. Pero antes, brindemos. Por vosotros, por mí. Por el destino que puede ser evitado. Porque nada está escrito, y vuestra elección siempre será más fuerte que cualquier premonición. Por todo eso, brindemos.

Y mientras aquel caro champán francés era ingerido por la anfitriona, sus invitados se empezaban a volver borrosos. La copa se rompió en mil pedazos, a la vez que su madre, a apenas un metro de la joven, soltaba un grito que daba inicio a un llanto desconsolado. El llanto de una madre que acaba de perder a su hija. Todos los allí presentes se llevaron las manos a la cabeza, incrédulos. ¿Todos? No, todos no. Al fondo, una gitana baja, de pelo negro y ojos oscuros, no. Sólo esbozó una sonrisa y se dirigió a la salida, mientras sus labios carnosos murmuraban:

-Nos vemos en el infierno, pija asquerosa.

JP

jueves, 2 de febrero de 2017

La familia Johann

El frío invierno volvía a la comarca. Un año más por estas fechas, todas las familias del poblado se refugiaban en sus casas, junto a la chimenea, mientras oían al abuelo contar sus historias. Si la cosecha había sido buena, no necesitaban trabajar durante esos meses en los que el hastío se apoderaba de los más jóvenes, mientras los adultos reponían fuerzas para volver al trabajo una vez las temperaturas volvieran a ser positivas.

Sin embargo, en la familia Johann los recursos no estaban preparados para mantener a los siete miembros de aquel pequeño hogar apartado del pueblo, por lo que no existía ninguna clase de descanso. Sus terrenos ya no eran igual de productivos que antaño, y cada invierno eran temidas las enfermedades que este traía consigo de la mano, pero más vale poco que nada. El del año anterior se había llevado al abuelo, y el hermano mayor sobrevivió a duras penas a una fuerte neumonía. Morir de frío o morir de hambre, no había otra elección.

Al llegar el ocaso, la jornada de trabajo había acabado, y el joven Tom Johann volvía a la casa cuando fue sorprendido por un viejo hombre de túnica gris, sombrero elegante y pipa en la boca. Su pelo largo y liso, tan blanco como la nieve que se disipaba tras la montaña, insipiraba confianza.

-Duro el día en el campo, ¿eh, muchacho? -Tom ni siquiera hizo amago de contestarle- Espera, joven. Conozco la situación de tu familia. Yo puedo sacaros de la pobreza en la que vivís.
-¿A cambio de qué? -respondió desconfiado.
-Verás, chico... yo hace tiempo que perdí a mis seres queridos. -el frío de la comarca acababa donde empezaba su triste y profunda mirada- Heredé una fortuna de mi padre, pero me queda poco tiempo de vida, y no tengo con quien compartirla. Por lo menos moriré feliz, sabiendo que una familia ha salido de su desdichada situación gracias a mí. No tienes que darme una respuesta ahora. Volveré mañana a esta misma hora, a este mismo lugar. Entonces me podrás decir si aceptas mi oferta, o la declinas.

Se despidieron sin una respuesta clara, pero aquel viejo hombre de túnica gris se marchó seguro, con la firmeza que otorgan los años y la experiencia. El joven Tom regresó a casa pensativo. No podía ser tan bonito, algo tenía que haber por detrás. No obstante, no tenía elección. Dejar atrás la vida del campo era algo con lo que siempre habían soñado. Tras comentarlo en casa, todos explotaron de alegría. Todos, a excepción de la hija menor, Sara, que mantenía sus emociones aparcadas, como de costumbre, y sus ojos azules como el mar sólo expresaban un suspiro de preocupación.

A la tarde siguiente, el viejo hombre de túnica gris y pelo blanco regresó a ese mismo lugar con un caballo y su correspondiente carruaje. A su encuentro, la familia Johann al completo.

-Sabía que iban a venir. -el viejo esbozó una media sonrisa que fue pasada por alto por todos, excepto por Sara.- Suban, queda un largo camino hasta su nuevo hogar.

Al llegar a la casa, todos la observaron con los ojos abiertos como platos. Era enorme. Tenía que tener por lo menos siete pisos, y encima de todos ellos, una azotea desde la que se podía ver toda la comarca. Pasaron los días, las semanas, los meses, y la familia Johann se sentía afortunada de haber conseguido salir de su antigua vida. Durante el día, el padre bajaba con el hijo mayor al pueblo para supervisar los pequeños negocios que habían formado con el dinero que les había prestado el viejo dueño de la casa, de manera desinteresada, mientras que la madre se quedaba en la casa haciendo la comida. En pocos meses, la familia Johann pasó de apenas tener dinero para vivir, a poder darse algún que otro capricho.

Pasó el frío, y una mañana de primavera los miembros de la familia Johann se levantaron al aviso de Tom; el viejo había sido hallado en la azotea, desangrado, junto a un puñal de plata. Todo apuntaba a que había sido un suicidio. Junto a él, una nota que decía:

Querida familia Johann. Ahora que estarán leyendo esto, mi cuerpo sin vida probablemente yazca bajo sus pies. Creo que es hora de que sepan la verdad.
Mi tatarabuelo fue maldito por un brujo, quien le dijo que viviría tanto como para ver morir a todos sus seres queridos, y cuando no le quedara nadie más, viviría en un estado de locura y sufrimiento hasta que una fuerza descontrolada terminara por llevarlo al suicidio, legando esa maldición en su sucesor.
Hace muchos años que yo perdí a mis seres queridos. Sin embargo, al no tener sucesor, la maldición no podía seguir su curso, por lo que yo vivía en ese estado de locura y sufrimiento. Necesitaba alguien en quien legar mi maldición y poder descansar en paz. Como sabía que Tom accedería encantado, lo elegí a él como blanco.
La única forma de librarse de la maldición es con un acto de generosidad, pero es inútil; mil veces intenté yo dar limosnas a los pobres y no conseguí deshacerme de esta.
Disfruta de mi legado, joven Tom.

La familia enmudeció al unísono. La madre comenzó a llorar, mientras todos se fundieron en un abrazo. "Saldremos de esta", le dijo el padre al oído. Pero lo cierto era que se temían lo peor. A la semana, el padre enfermó. A la madre se le cerró el estómago y dejó de comer. Los hijos vieron cómo quedaban huérfanos, en aquella enorme casa, a las afueras de la comarca. Cuatro de los hermanos decidieron abandonar la casa para evitar ser los siguientes. Tom no pudo hacer nada para detenerlos. En la casa quedaron el hermano mayor, Tom y Sara.
Fue en una gris mañana cuando, al despertarse, Sara vio que Tom no se encontraba en la casa. Se temió lo peor. De seguido fue a avisar a su hermano mayor, quien le contestó fríamente:

-Ayer estuve hasta tarde con él. Dijo que tenía una decisión tomada y que iba a acabar con todo esto.
-¡No! ¿Sabes lo que eso significa? ¡Va a poner fin a su vida! -explotó en mil lagrimas la pequeña Sara.- He de ir a buscarlo.
-A estas alturas, probablemente ya esté muerto. Es inútil. Además, no vas a ir tú sola en su busca.
-¡Pero tengo que hacerlo! -protestó Sara.
-¡No lo harás, y punto! -se enfadó el hermano.- Te lo prohíbo.

Esa misma tarde, Sara llenó su mochila, espoleó un caballo de la cuadra y partió en busca de su hermano Tom, desobedeciendo las órdenes de su hermano mayor. Al alba regresó, con el cadáver de Tom en brazos.

-Te lo dije, era inútil. -el primogénito permanecía a la entrada de la casa, de brazos cruzados.
-No fue inútil, hermano. -los ojos azules como el mar de Sara penetraron en la seca mirada de su hermano mayor.- Cuando llegué a nuestra antigua casa, Tom aún estaba con vida. Se serenó, me dio un abrazo y me dijo: "Sara, sabía que ibas a venir. Tras unas horas de darle vueltas a todo, he comprendido por qué aquel viejo hombre nunca pudo librarse de su maldición: dar limosna no es un acto de generosidad, es un burdo intento de plasmar su egoísmo. Voy a poner fin a todo esto. Por favor, reúne a tus hermanos y sed felices en la casa que a partir de hoy será vuestra. Este es mi acto de generosidad, mi sacrificio a cambio de una vida en armonía para los míos. Disfrutad la vida que yo no he podido vivir."

Y los dos hermanos se fundieron en un abrazo, entre sollozos.

-Saldremos adelante, por Tom.-susurró Sara.
-Por Tom.

JP

viernes, 27 de enero de 2017

Un trozo de mí

Una vez me dijeron que cuando algo te atormenta, cuando no puedes sacarlo de tu cabeza, la mejor forma de expulsarlo de tu interior es escribirlo en un papel, y luego quemarlo. Así, lo escrito se convertirá en cenizas, tu subconsciente lo verá disminuido, y comprenderá que nada es completamente indestructible.

A ti te gustaba la idea de que todo está escrito, predestinado. Sin embargo, estoy seguro de que no fue casualidad que nos conociéramos. Todo empezó sin nada fijo, y con todo por definir. Yo tenía claro que no quería enamorarme, por todos esos mitos del amor y el dolor. Y así fuimos, avanzando, despacito y con buena letra, cual ciclista en cada etapa del tour de Francia. Aprendiendo cosas que creíamos aprendidas de antemano, ambos fuimos ganando. Pero yo no me atrevía a soltar el freno de mano.

Con cada etapa, el ciclista se iba motivando mientras veía cómo su cuerpo se cansaba a cada subida, a medida que se acercaba a la línea de meta. Y tuvimos que alejarnos, para encender la llama de querer vernos. Tuvimos que llorar, para entender que tendríamos a alguien que nos secara las lágrimas. Y al final, ocurrió. Solté el freno de mano, y acabé cayendo en tus garras. Y ambos nos lanzamos de cabeza a una piscina que no sabíamos si estaba llena.

Cada momento juntos era un sueño que parecía no tener final. Sin hacer nada especial, pero disfrutándolo a más no poder. Me encantaba verte dormir, contemplar esa carita de ángel llena de imperfecciones. Adoraba esos momentos. Hasta que decidiste darte a la fuga. Cambiaste los domingos de abrazos, por lunes de olvido. Me vendiste la luna, en vez del sol. Y yo anduve buscando en la basura, incansable, tratando de traficar con mis emociones. Tanto, que acabé a punto de volverme majareta. Lo que no sabías era que siempre me gusta guardar algún recurso, por si acaso. Como el jugador de ajedrez piensa en qué hará dentro de quince movimientos. Como el ludópata piensa que es capaz de dominar el azar. Y me guardé tu último beso, tu última carica, tú última sonrisa, porque tal vez fuera la última. Tal vez. Por si alguna vez te olvidabas de volver.

Al final, cerré para siempre la calle del olvido. Dejé que el tiempo borrara las heridas, y le conté mis penas a una par de copas de ron. Y al de un tiempo, mientras tú me contabas lo bien que estabas desde que lo dejamos, yo recordaba nuestras tardes de no hacer nada, las noches de hablar hasta las tantas de mil cosas, los días enteros pensando el uno en el otro. Los abrazos que servían como refugio improvisado. Esos que yo soy incapaz de sacar de mi cabeza. Porque aún me sigo girando cuando huelo tu perfume en el metro, y recuerdo nuestra historia.

Después de haber escrito todo esto, veo que es una parte de mi vida. Por eso, he preferido entregártela a ti, y que seas tú quien decida libremente si quemarla o no.

JP

jueves, 19 de enero de 2017

¿Por qué?

Cuántas veces me habré preguntado qué se esconde tras la gente que siempre está de mal humor. Que no comparten ni una mísera sonrisa. Esa gente no puede estar sana. Cuántas veces me habré preguntado por qué hay personas que necesitan meterse con la gente para sentirse superior a los demás. Cuántas veces me habré preguntado por qué hay personas que son capaces de alegrar un día gris, sin necesidad de hacer nada especial.

Me he preguntado tantas cosas... y he necesitado que un mago argentino (ya difunto) me contestara con la fina tranquilidad con la que realizaba cada uno de sus trucos: Un hombre dormido, soñaba que paseaba por la Alhambra de Granada. Tenía agarrada en su mano una rosa. Cuando despertó, allí en su mano, se encontraba la flor. Por qué querer saber por qué la rosa.Por qué, por qué, por qué, ¡por qué!. Está la rosa y punto, disfrútala.

Ahora, cada vez que tengo la sensación de que una canción me conoce mejor que cualquier persona de este mundo, no me pregunto "por qué", simplemente pienso: ¡qué me importa! Y eso deberíais empezar a hacer todos. Cuando la tostada caiga del lado de la mantequilla, no penséis que es porque ese lado pesa más y hace que gire en el aire; pensad que existe una ley en el universo, creada por un tal Murphy, que ha sido la causante de ese trágico accidente. Cuando os hagan un truco de magia, no intentéis pillar el truco; simplemente disfrutad de la incertidumbre del momento.

Y cuando una persona os transmita cosas que ninguna antes, no tengáis miedo. La gente tiene magia, de la que no se revela como los trucos. Esa magia que consigue que la gente cambie de humor, y que borra la necesidad de algunos de tener que sentirse superiores. Simplemente, disfrutad de la actuación, y no os preguntéis por qué.

Las cosas pasan, y punto.

JP