miércoles, 22 de febrero de 2017

Ojalá

"Cómo quisiera poder vivir sin aire, cómo quisiera poder vivir sin agua", cantaba Maná en uno de sus grandes éxitos. Hay tantas cosas que deseamos sin saber exactamente por qué, ni para qué. Pero lo deseamos por el simple hecho de que no lo tenemos. "No hay nada más bello que lo que nunca he tenido, nada más amado que lo que perdí", otra obra maestra de Joan Manuel Serrat.

Mucha gente desea un coche nuevo, ese smartphone que te haga dar un salto de calidad en la sociedad, los zapatos de la tienda más cara de la Gran Vía. Otros, en cambio, centran su búsqueda en eso que llaman amor, sin saber que buscarlo es una incongruencia, como buscar una linterna en la oscuridad. Y es únicamente una pequeña porción de gente la que desea que las cosas vayan mejor, para sí mismo y para los de su alrededor.

Mientras tanto, el barco de la vida sigue su rumbo a ninguna parte. Y en él, un pasajero extrovertido, alegre, sentado en una esquina. Viendo los pasajeros pasar. Con los cascos puestos, escuchando a Dani Martín decirle a Amaia Montero que tal vez la luna te guíe hasta el sol, o que el mal domine tus horas. Pero que también puede ser que toda tu risa le gane ese pulso al dolor. Y le gustaría subir el volumen para añadirle una pizca de soledad al momento. Pero no lo hace. Baja el volumen, no sea que se pierda al de al lado quejándose de su viejo coche, o al de delante lamentarse porque su móvil no va lo suficientemente rápido.

Y las paletas del barco siguen tirando de este a través del océano, que de vez en cuando traen una ola, de esas que provocan mareos y gritos desde la proa. Ojalá pudiera ese pobre chico decirle al mundo que la vida es más sencilla cuando la única preocupación es que las pecas que inundan su cara nunca llegan a tocar el verde de sus ojos, por mucho que trate de estirar sus mejillas en cada carcajada. Que todos esos monstruos de debajo de la cama de todos los niños no se atreven a atacar en los brazos de su madre, y sólo son capaces de aparecerse en sueños.

Ojalá pudiera ese pobre chico admitir que, sin darse cuenta, se plasmaba a sí mismo en cada historia que se imaginaba, y le enseñaba la puerta con unos balazos como despedida.

Ojalá pudiera ese pobre chico decirle al mundo que las paletas del barco se escuchan mejor con la música bajita, y una sonrisa imperfecta dibujada en su cara.

Ojalá.


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