Una vez me dijeron que cuando algo te atormenta, cuando no puedes
sacarlo de tu cabeza, la mejor forma de expulsarlo de tu interior es
escribirlo en un papel, y luego quemarlo. Así, lo escrito se convertirá
en cenizas, tu subconsciente lo verá disminuido, y comprenderá que nada
es completamente indestructible.
A ti te gustaba la idea de que
todo está escrito, predestinado. Sin embargo, estoy seguro de que no fue
casualidad que nos conociéramos. Todo empezó sin nada fijo, y con todo
por definir. Yo tenía claro que no quería enamorarme, por todos esos
mitos del amor y el dolor. Y así fuimos, avanzando, despacito y con
buena letra, cual ciclista en cada etapa del tour de Francia.
Aprendiendo cosas que creíamos aprendidas de antemano, ambos fuimos
ganando. Pero yo no me atrevía a soltar el freno de mano.
Con cada
etapa, el ciclista se iba motivando mientras veía cómo su cuerpo se
cansaba a cada subida, a medida que se acercaba a la línea de meta. Y
tuvimos que alejarnos, para encender la llama de querer vernos. Tuvimos
que llorar, para entender que tendríamos a alguien que nos secara las
lágrimas. Y al final, ocurrió. Solté el freno de mano, y acabé cayendo
en tus garras. Y ambos nos lanzamos de cabeza a una piscina que no
sabíamos si estaba llena.
Cada momento juntos era un sueño que
parecía no tener final. Sin hacer nada especial, pero disfrutándolo a
más no poder. Me encantaba verte dormir, contemplar esa carita de ángel
llena de imperfecciones. Adoraba esos momentos. Hasta que decidiste
darte a la fuga. Cambiaste los domingos de abrazos, por lunes de olvido.
Me vendiste la luna, en vez del sol. Y yo anduve buscando en la basura,
incansable, tratando de traficar con mis emociones. Tanto, que acabé a
punto de volverme majareta. Lo que no sabías era que siempre me gusta
guardar algún recurso, por si acaso. Como el jugador de ajedrez piensa
en qué hará dentro de quince movimientos. Como el ludópata piensa que es
capaz de dominar el azar. Y me guardé tu último beso, tu última carica,
tú última sonrisa, porque tal vez fuera la última. Tal vez. Por si
alguna vez te olvidabas de volver.
Al final, cerré para siempre la
calle del olvido. Dejé que el tiempo borrara las heridas, y le conté
mis penas a una par de copas de ron. Y al de un tiempo, mientras tú me
contabas lo bien que estabas desde que lo dejamos, yo recordaba nuestras
tardes de no hacer nada, las noches de hablar hasta las tantas de mil
cosas, los días enteros pensando el uno en el otro. Los abrazos que
servían como refugio improvisado. Esos que yo soy incapaz de sacar de mi
cabeza. Porque aún me sigo girando cuando huelo tu perfume en el metro,
y recuerdo nuestra historia.
Después de haber escrito todo
esto, veo que es una parte de mi vida. Por eso, he preferido
entregártela a ti, y que seas tú quien decida libremente si quemarla o
no.
JP
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