Querido Olentzero,
Un año más, 23 de diciembre. Día
extraño. Un año más en el que nos repetimos a nosotros mismos que lo
importante es tener salud cuando no nos toca ni dinero atrás en la
lotería de Navidad. Un año más en el que nos estresamos y salimos en
busca de los últimos regalos para la tan próxima Nochebuena. Llevo
teniendo el mismo déjà vu varios años. Y qué queréis que os diga, me encanta.
No
sé qué especie de especial sustancia tiene el aire estas fechas, que la
gente se transforma. Tal vez sean las luces en las calles y no el aire.
Pero algo hay. Vecinos reacios a dar los buenos días durante todo el
año, ahora son capaces de fingir una sonrisa, por muy mal que les
caigas, para decirte "felices fiestas", "feliz Navidad", "feliz año" o
cualquier otra frase inventada para esta época. Esos familiares a los
que no ves en todo el año (no porque vivan en Alemania, sino porque
nadie hace por verse), que se presentan en casa de la abuela con regalos
para todos y una lista mental con comentarios preparados desde casa,
con el objetivo de sonrojar a todos los presentes. Los niños pequeños,
portándose como angelitos para que Olentzero no les traiga carbón. Y la
ilusión reflejada en sus caras cada 25 de diciembre a las 8 de la
mañana, despertando a toda la casa, porque debajo del árbol está el
coche de bomberos o la muñeca que habían pedido. Todo eso, para mí, no
tiene precio.
Ojalá alguien cambiara el calendario y fuera siempre
Navidad. O que los científicos descubrieran esa especie de especial
sustancia que tiene el aire y lo recetaran los médicos. Pero yo quiero
que los vecinos sean capaces de fingir una sonrisa todos los días del
año en el corto trayecto que dura el ascensor. Y que los familiares se
dejen ver más a menudo. Y que los niños se porten bien, no sólo en
Navidades. Querido Olentzero, yo no quiero regalos este año. Yo quiero,
en un frasquito, el espíritu navideño, para ir compartiéndolo con los
que lo necesiten. Si no, habrá que esperar otro duro año, a que la gente
se vuelva a estresar porque ha dejado las cosas para el último día; a
que se vuelvan a dar cuenta, gracias a un sorteo que atrae a las
personas como la luz a las mariposas, de que tienen salud; o a que
saquen del baúl el disfraz de buena persona, que tan al fondo guardan el
7 de enero, cuando se van las luces de las calles junto con la especie
de especial sustancia del aire.
Si no fuera posible ese frasquito, me conformo con salud.
Atentamente,
JP
viernes, 23 de diciembre de 2016
martes, 20 de diciembre de 2016
Carta a mi yo del futuro
Te escribo esta carta porque estoy más
próximo a este 2016 al borde de su ocaso que tú, y es probable que me
acuerde yo mejor ahora que cuando tú la leas. No ha sido el mejor de los
años, la verdad; sin embargo, siempre hay cosas positivas que sacar.
Esa ha sido nuestra filosofía a lo largo de mi vida, y espero que siga
siendo la tuya. Porque como descubrió nuestro yo del pasado hace un par
de años, siempre amaina el cielo en Canarias por muy nublado que haya
amanecido.
En primer lugar, quiero pedirte que tengas paciencia en 2017. Las cosas se torcerán, como se han torcido este año, el anterior y muchos otros. Paciencia. Siempre se puede girar la cabeza hasta verlo del punto idóneo, lo sabes de sobra; no lo olvides. Y en el peor de los casos, siempre vas a tener a los tuyos ahí para levantarte si te caes.
Espero que sigas luchando por lo que quieres, que sigas disfrutando con lo que haces. Que no decaigas, porque habrá mucha gente esperando ese momento y querrán verte caer. No les des ese placer. Cuando tengas esa sensación, recuerda quién eres, de dónde vienes y a dónde vas. Y acuérdate también de recordárselo a tu yo del futuro, lo necesitará.
Ten presente que los recuerdos son gula, no alimento. Esta bien recordar, disfrutar de ellos; pero de recuerdos no se vive. Las huellas del camino se van marcando, pero no son las huellas las que te muestran dónde ir, sino de dónde vienes. Y tal vez mirándolas descubras hacia dónde estabas yendo, pero tendrás que ser tú quien siga marcando la travesía.
No dejes de sonreír, aunque haya gente que lo pretenda. Cuanto peor estén saliendo las cosas, más debes poner en el otro lado para contrarrestar. La risa se contagia, y nada te gusta más que ver a los de alrededor alegres. Mientras tengas esto claro, estoy seguro de que todo irá sobre ruedas.
Ah, y se me olvidaba. No discutas mucho con mamá. Se seguirá equivocando a menudo, te seguirá tratando como si tuvieras 10 años y te seguirá controlando en exceso. Te aviso para que lo tengas en cuenta y tengas paciencia. Ella cree que es lo mejor, y se irá dando cuenta poco a poco de que hace tiempo que dejaste de ser un niño. Pero todavía parece que no lo ha asumido. Entiéndela. Y cuando ellos hagan algo mal, y recuerdes una bronca enorme que te echaron a ti hace tiempo, que parecía el apocalipsis, por hacer exactamente lo mismo... trágate tus palabras. En serio, déjalo ir. Sabes pasar de sobra, hemos ido aprendiendo a lo largo de nuestra vida a hacer oídos sordos. Haz un esfuerzo y olvídalo.
Espero que vaya todo bien. Tengo plena confianza en ti, pero te escribo esta carta porque una ayuda nunca está de más, y nunca sabes si la necesitarás en un futuro. Seguiremos en contacto.
Sé fuerte, JP
En primer lugar, quiero pedirte que tengas paciencia en 2017. Las cosas se torcerán, como se han torcido este año, el anterior y muchos otros. Paciencia. Siempre se puede girar la cabeza hasta verlo del punto idóneo, lo sabes de sobra; no lo olvides. Y en el peor de los casos, siempre vas a tener a los tuyos ahí para levantarte si te caes.
Espero que sigas luchando por lo que quieres, que sigas disfrutando con lo que haces. Que no decaigas, porque habrá mucha gente esperando ese momento y querrán verte caer. No les des ese placer. Cuando tengas esa sensación, recuerda quién eres, de dónde vienes y a dónde vas. Y acuérdate también de recordárselo a tu yo del futuro, lo necesitará.
Ten presente que los recuerdos son gula, no alimento. Esta bien recordar, disfrutar de ellos; pero de recuerdos no se vive. Las huellas del camino se van marcando, pero no son las huellas las que te muestran dónde ir, sino de dónde vienes. Y tal vez mirándolas descubras hacia dónde estabas yendo, pero tendrás que ser tú quien siga marcando la travesía.
No dejes de sonreír, aunque haya gente que lo pretenda. Cuanto peor estén saliendo las cosas, más debes poner en el otro lado para contrarrestar. La risa se contagia, y nada te gusta más que ver a los de alrededor alegres. Mientras tengas esto claro, estoy seguro de que todo irá sobre ruedas.
Ah, y se me olvidaba. No discutas mucho con mamá. Se seguirá equivocando a menudo, te seguirá tratando como si tuvieras 10 años y te seguirá controlando en exceso. Te aviso para que lo tengas en cuenta y tengas paciencia. Ella cree que es lo mejor, y se irá dando cuenta poco a poco de que hace tiempo que dejaste de ser un niño. Pero todavía parece que no lo ha asumido. Entiéndela. Y cuando ellos hagan algo mal, y recuerdes una bronca enorme que te echaron a ti hace tiempo, que parecía el apocalipsis, por hacer exactamente lo mismo... trágate tus palabras. En serio, déjalo ir. Sabes pasar de sobra, hemos ido aprendiendo a lo largo de nuestra vida a hacer oídos sordos. Haz un esfuerzo y olvídalo.
Espero que vaya todo bien. Tengo plena confianza en ti, pero te escribo esta carta porque una ayuda nunca está de más, y nunca sabes si la necesitarás en un futuro. Seguiremos en contacto.
Sé fuerte, JP
domingo, 11 de diciembre de 2016
Los tres amores
Era un joven de buena familia. Bien educado, con buenas formas y
respetuoso con el mundo. Solía llevar una blusa de cuadros, por encima
de una camiseta blanca de algodón. Dicharachero como nadie, siempre de
buen humor y reluciendo esa dentadura tan perfecta como nívea. Su barba,
dejada al mismo tiempo que bien cortada, le daba un aire aún más
amistoso. Su nombre era George.
Sin embargo, había algo con lo que George siempre flaqueaba: las mujeres. Su gran asignatura pendiente. Las malas lenguas comentan que fue maldecido por una bruja al nacer, para que repeliera a toda joven que se interesara por él, y en cambio, fuera detrás de cualquier mujer que se mostrara reacia a sus encantos. Él, en cambio, seguía convencido de que la mujer adecuada llegaría por sí sola, en el momento oportuno, y sin necesidad de ser buscada.
Desde pequeño tuvo que comportarse como un adulto, pues su padre partió en un barco del muelle del pueblo, cuando él apenas tenía 6 años. Se fue en busca de su sueño, surcar los 7 mares y conocer mundo. No obstante, dejó de lado su otro sueño: su esposa y madre de George. Esta se había negado a acompañarle, pues su pequeño hijo tenía toda una vida por delante que disfrutar. Él juró que volvería, y cada día a la salida del ocaso, ella se dejaba ver en el banco que daba al lugar por el que todos los barcos regresaban. Todos, menos el que ella tanto ansiaba.
Los años pasaron, y el joven George creció con ellos. Un día gris de otoño, de esos que él tanto odiaba, su madre enfermó de gravedad. George no se separó de ella ni un segundo. Sin embargo, poco pudieron hacer ante aquella tragedia. A los pocos meses, murió. Al incinerarla, George sabía de sobra lo que haría con las cenizas.
Fue una tarde de marzo, cuando se acercó al muelle, y decidido, las esparció por ahí, para que su alma siguiera viviendo en el lugar que se había convertido en su segunda casa. George había perdido un trozo de su vida con la marcha de su madre, y cada tarde acudía al banco, seguro de que desde ahí sentía a su madre un poco más cerca. Cada noche, no fallaba. Ya lloviera o nevara, el no tan joven George asistía a su cita con su botella de vino, el mar, y la luna.
Tal fue su rutina durante años, que acabó por enamorarse de las tres compañeras. La luna, que dejaba de lado a las estrellas por escuchar sus plegarias; el vino, que desatascaba sus sentimientos y emociones y los sacaba a flor de piel; y el mar, que seguía manteniendo viva la llama de la esperanza, de que su padre volviera en algún barco, y su madre pudiera por fin descansar en paz.
Los años siguieron pasando, y acabó por volverse loco. Ató su locura a ese muelle, y vivió ahí los días que le quedaron. Fue una mañana posterior a una noche de plenilunio, cuando los vecinos del pueblo lo vieron ahogado en el mar. Se sospecha que fueron sus tres amadas las culpables de su muerte: él trató de beberse la luna reflejada en el mar, y el vino lo traicionó. Puso fin a una vida trágica gracias a sus compañeras de los últimos años. Las que consiguieron que se reuniera con la única mujer que amó a lo largo de su vida. Las que consiguieron que por fin fuera feliz. Descanse en paz, camarada, que el muelle seguirá cuidando de sus amores por el resto de los días.
JP
Sin embargo, había algo con lo que George siempre flaqueaba: las mujeres. Su gran asignatura pendiente. Las malas lenguas comentan que fue maldecido por una bruja al nacer, para que repeliera a toda joven que se interesara por él, y en cambio, fuera detrás de cualquier mujer que se mostrara reacia a sus encantos. Él, en cambio, seguía convencido de que la mujer adecuada llegaría por sí sola, en el momento oportuno, y sin necesidad de ser buscada.
Desde pequeño tuvo que comportarse como un adulto, pues su padre partió en un barco del muelle del pueblo, cuando él apenas tenía 6 años. Se fue en busca de su sueño, surcar los 7 mares y conocer mundo. No obstante, dejó de lado su otro sueño: su esposa y madre de George. Esta se había negado a acompañarle, pues su pequeño hijo tenía toda una vida por delante que disfrutar. Él juró que volvería, y cada día a la salida del ocaso, ella se dejaba ver en el banco que daba al lugar por el que todos los barcos regresaban. Todos, menos el que ella tanto ansiaba.
Los años pasaron, y el joven George creció con ellos. Un día gris de otoño, de esos que él tanto odiaba, su madre enfermó de gravedad. George no se separó de ella ni un segundo. Sin embargo, poco pudieron hacer ante aquella tragedia. A los pocos meses, murió. Al incinerarla, George sabía de sobra lo que haría con las cenizas.
Fue una tarde de marzo, cuando se acercó al muelle, y decidido, las esparció por ahí, para que su alma siguiera viviendo en el lugar que se había convertido en su segunda casa. George había perdido un trozo de su vida con la marcha de su madre, y cada tarde acudía al banco, seguro de que desde ahí sentía a su madre un poco más cerca. Cada noche, no fallaba. Ya lloviera o nevara, el no tan joven George asistía a su cita con su botella de vino, el mar, y la luna.
Tal fue su rutina durante años, que acabó por enamorarse de las tres compañeras. La luna, que dejaba de lado a las estrellas por escuchar sus plegarias; el vino, que desatascaba sus sentimientos y emociones y los sacaba a flor de piel; y el mar, que seguía manteniendo viva la llama de la esperanza, de que su padre volviera en algún barco, y su madre pudiera por fin descansar en paz.
Los años siguieron pasando, y acabó por volverse loco. Ató su locura a ese muelle, y vivió ahí los días que le quedaron. Fue una mañana posterior a una noche de plenilunio, cuando los vecinos del pueblo lo vieron ahogado en el mar. Se sospecha que fueron sus tres amadas las culpables de su muerte: él trató de beberse la luna reflejada en el mar, y el vino lo traicionó. Puso fin a una vida trágica gracias a sus compañeras de los últimos años. Las que consiguieron que se reuniera con la única mujer que amó a lo largo de su vida. Las que consiguieron que por fin fuera feliz. Descanse en paz, camarada, que el muelle seguirá cuidando de sus amores por el resto de los días.
JP
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