Era un joven de buena familia. Bien educado, con buenas formas y
respetuoso con el mundo. Solía llevar una blusa de cuadros, por encima
de una camiseta blanca de algodón. Dicharachero como nadie, siempre de
buen humor y reluciendo esa dentadura tan perfecta como nívea. Su barba,
dejada al mismo tiempo que bien cortada, le daba un aire aún más
amistoso. Su nombre era George.
Sin embargo, había algo con lo que
George siempre flaqueaba: las mujeres. Su gran asignatura pendiente.
Las malas lenguas comentan que fue maldecido por una bruja al nacer,
para que repeliera a toda joven que se interesara por él, y en cambio,
fuera detrás de cualquier mujer que se mostrara reacia a sus encantos.
Él, en cambio, seguía convencido de que la mujer adecuada llegaría por
sí sola, en el momento oportuno, y sin necesidad de ser buscada.
Desde
pequeño tuvo que comportarse como un adulto, pues su padre partió en un
barco del muelle del pueblo, cuando él apenas tenía 6 años. Se fue en
busca de su sueño, surcar los 7 mares y conocer mundo. No obstante, dejó
de lado su otro sueño: su esposa y madre de George. Esta se había
negado a acompañarle, pues su pequeño hijo tenía toda una vida por
delante que disfrutar. Él juró que volvería, y cada día a la salida del
ocaso, ella se dejaba ver en el banco que daba al lugar por el que todos
los barcos regresaban. Todos, menos el que ella tanto ansiaba.
Los
años pasaron, y el joven George creció con ellos. Un día gris de otoño,
de esos que él tanto odiaba, su madre enfermó de gravedad. George no se
separó de ella ni un segundo. Sin embargo, poco pudieron hacer ante
aquella tragedia. A los pocos meses, murió. Al incinerarla, George sabía
de sobra lo que haría con las cenizas.
Fue una tarde de marzo,
cuando se acercó al muelle, y decidido, las esparció por ahí, para que
su alma siguiera viviendo en el lugar que se había convertido en su
segunda casa. George había perdido un trozo de su vida con la marcha de
su madre, y cada tarde acudía al banco, seguro de que desde ahí sentía a
su madre un poco más cerca. Cada noche, no fallaba. Ya lloviera o
nevara, el no tan joven George asistía a su cita con su botella de vino,
el mar, y la luna.
Tal fue su rutina durante años, que acabó por
enamorarse de las tres compañeras. La luna, que dejaba de lado a las
estrellas por escuchar sus plegarias; el vino, que desatascaba sus
sentimientos y emociones y los sacaba a flor de piel; y el mar, que
seguía manteniendo viva la llama de la esperanza, de que su padre
volviera en algún barco, y su madre pudiera por fin descansar en paz.
Los
años siguieron pasando, y acabó por volverse loco. Ató su locura a ese
muelle, y vivió ahí los días que le quedaron. Fue una mañana posterior a
una noche de plenilunio, cuando los vecinos del pueblo lo vieron
ahogado en el mar. Se sospecha que fueron sus tres amadas las culpables
de su muerte: él trató de beberse la luna reflejada en el mar, y el vino
lo traicionó. Puso fin a una vida trágica gracias a sus compañeras de
los últimos años. Las que consiguieron que se reuniera con la única
mujer que amó a lo largo de su vida. Las que consiguieron que por fin
fuera feliz. Descanse en paz, camarada, que el muelle seguirá cuidando
de sus amores por el resto de los días.
JP
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