El muchacho se tumbó en la cama. Estaba destrozado. Había sido un día
duro y su cuerpo le pedía a gritos un descanso. La universidad captaba
la atención de sus neuronas, y al salir de clase apenas le quedaban
fuerzas para un esfuerzo físico. Sin embargo, él nunca dejaba de
sonreír. Cuando las cosas se ponían crudas, sacaba del almacén la careta
de niño feliz que años atrás había cosido él sólo, utilizando los palos
que le había ido dando la vida, y tiraba para delante. Para todo el
mundo él sólo era el niño feliz que siempre estaba alegre, pero poca
gente sabía lo que se escondía tras toda esa fachada.
Mirando al
techo de su habitación, se puso a pensar. Le chiflaba pensar. En sus
amigos, en su familia, en el universo, en situaciones hipotéticas, en
chicas que le gustaban, en átomos, en deportes, en proyectos... la cosa
era no tener nunca la cabeza vacía. Ese día tocaba el tema "futuro".
Tenía ya 23 años, estaba a punto de terminar la carrera. Ya, ¿y luego?
¿Qué le depararía la vida? Siempre había creído que en su vida pasaría
algo que la cambiara por completo: que conocería a la mujer de su vida
en un choque fortuito al salir de clase, que inventaría algo que haría
que no tuviera que preocuparse por el dinero nunca más, que viviría en
una casa inmensa... Y la vida pasaba y pasaba, y ningún giro llegaba.
Seguía viviendo en el barrio de siempre, saliendo con los mismos amigos
de siempre, y gestionando su dinero como había hecho siempre. "Ya
llegará", pensaba.
Y de repente, su lista de Spotify le bombardeó
con una canción de Marea. Se la sabía de memoria, ¡claro que se la
sabía! Pero nunca la había interpretado como entonces. Decidió no seguir
esperando a ese "giro". Se había cansado ya, como en su canción se
cansó la mula de la noria, el espejito de sentirse tan opaco, el
lapicero de comerse las historias, y el calabobos de las nubes de
tabaco. En definitiva, se cansó de esperar a su sueño despierto. Decidió
quemar la careta que tenía y empezó a sonreír de verdad. Decidió
sentirse afortunado de lo que tenía, de sus amigos, de su familia. Y
decidió comenzar a vivir. Llegaba 23 años tarde, pero siempre se ha
dicho: más vale tarde que nunca.
JP
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